«… Y estaba allí el pozo de Jacob. Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Era como la hora sexta. Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo:
— Dame de beber.
Pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer.
La mujer samaritana le dijo:
—¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí.
Respondió Jesús y le dijo:
—Si conocieras quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.
La mujer le dijo:
—Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, sacas el agua viva?
Respondió Jesús y le dijo:
—Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que proporciona vida eterna». (Jn 4:6.14)
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Vemos en este breve texto bíblico que una mujer se ve en la obligación de acudir a por agua al pozo de manera reiterada para tratar de satisfacer su necesidad.
Otro tanto nos ocurre a nosotros cuando acudimos al mundo tratando de dar satisfacción a nuestros deseos posesivos de bienes, personas y reconocimiento. Ocurre que siempre nos cansamos de lo que hemos logrado o que nos desesperamos cuando lo perdemos. Y, entonces, no nos queda más remedio que volver al «pozo» a por más. Pero lo más triste es que nunca llegamos a saciarnos. Así es como nos convertimos en víctimas del consumismo, de las modas y del apego a determinadas personas. Personas a las que hemos llegado a entender como pertenencias o propiedades a causa de nuestro enfermizo apego por ellas.
En mi opinión, el pasaje anterior guarda una estrecha relación con el cuento La ciudad de los pozos de Jorge Bucay. En tal cuento, se nos habla de una ciudad habitada por pozos que tratan de satisfacer sus supuestas necesidades con todas las «cosas del mundo», pero sin llegar a saciarse nunca. Con todo, ellos competían entre sí por ver quién se encontraba más atiborrado de «cosas». Sin embargo, hubo un pequeño pozo que vivía alejado de la ciudad que optó por vaciarse de cosas, metas y deseos. Tanto se vació que, finalmente, hasta llegó a encontrar agua cristalina en su interior. Y, entonces, ¡todo su entorno se convirtió en un bonito vergel!
Muchas veces se nos cuenta que para ser felices hemos de satisfacer nuestras «necesidades de Maslow»: fisiológicas (no hoy, sino para toda la vida), seguridad (aferrarnos a cosas), pertenecía (aferrarnos a concretas personas o a determinadas agrupaciones más o menos elitistas), reconocimiento (que todos nos quieran a voluntad y nos aclamen).
Sin embargo, yo no veo necesidad alguna ahí, sino más bien mucha manipulación de los demás y muchos deseos imposibles de saciar.
La dignidad tiene que ver con el ejercicio de la libertad o con permitirnos ser lo que somos en cualquier circunstancia. Por el contrario, perdemos nuestra dignidad siempre que nos vemos sometidos o arrastrados por nuestros deseos personales. Es entonces cuando nos vemos obligados a «volver al pozo», una y otra vez. Pero de nada nos vale conseguir cosas o alcanzar muchos objetivos si por el camino resulta que perdemos nuestra dignidad. Sin embargo es, precisamente, nuestra dignidad la única que de verdad sacia para siempre. Y no las «cosas» del mundo perceptivo.
A diferencia de las necesidades, los deseos no son universales ni extensibles a todo ser humano. Y conviene resaltar que las «cosas del mundo», tales como puedan serlo la supervivencia en el futuro, seguridad, la pertenencia o el reconocimiento; son del todo subjetivas. Por ejemplo, hay personas que se sentirán felices con muy poco, mientras que otras no se sentirán felices ni con todo el oro del mundo. También hay personas a las que les encanta la soledad, mientras que otras no pueden pasar sin pertenecer a todo tipo de grupos o que no saben ir a ninguna parte sin su pareja o sin sus secuaces. De igual manera, hay personas que necesitan reclamar atención y halagos continuamente, mientras que a otras todo eso les trae sin cuidado. Luego nada de lo anterior es el reflejo de una verdadera necesidad, sino que tan solo se trata de meros deseos o valoraciones subjetivas (yo valoro mucho… la familia, el dinero, la fama). Como mucho son vanas necesidades artificiales que todos nos podemos crear, caprichosamente, en un momento dado. Y todas esas creaciones nuestras pueden llegar a constituirse en nuestra mayor fuente de sufrimiento.
Me gustaría concluir este post con un breve video en el que explico la relación que yo contemplo entre el cuento de La ciudad de los pozos y las, a mi juicio mal denominadas, «necesidades» de Maslow. Creo que esta conexión puede resultar bastante esclarecedora.
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