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Normalmente uno diría tiene tal nombre… que está casado con tal persona… que tiene hijos… que tiene tal o cual trabajo…que vive en tal sitio… etc. Sería lo primero que nos viene a la mente. Sin embargo nada de esto habla realmente de qué somos, sino únicamente de lo que tenemos.

Desde un punto de vista físico probablemente se podría decir que somos un cuerpo que se compone de distintos órganos, hechos a su vez de distintos tejidos, moléculas, células, átomos y hasta partículas subatómicas. Aunque seguramente nos quedaríamos cortos, pues no podríamos existir sin otros aspectos tan vitales como puedan ser la luz del sol, el aire que respiramos, los alimentos o el agua. Es más, se dice que estamos hechos de materiales que fueron generados por las estrellas en alguna parte del universo. Por tanto, en la definición de lo que somos, como si fueran las distintas capas de una cebolla, podríamos incluir todo un abanico de aspectos que van desde lo más pequeño a lo más grande del universo. Sería posible decir que somos «todo» lo que percibimos, sin dejar nada fuera.

Aunque lo anterior ya podría parecernos una definición bastante completa, no es así. Algo extremadamente importante se nos ha pasado por alto. Algunos lectores ya se habrán percatado de ello. Y es que para que todo lo anterior pueda ser percibido, debe de haber algún sujeto consciente capaz de percibirlo. Debe existir un «algo» o «alguien», un núcleo capaz de ser consciente de todo lo demás. Ese algo, esa consciencia sin forma objetiva que es fuente de todo y que es capaz de abarcarlo todo dentro de sí, es en realidad nuestra verdadera esencia.

¿Te has dado cuenta de que todos podemos percibir nuestro propio cuerpo reflejado en un espejo (nuestra apariencia pública), pero absolutamente nadie es capaz de percibirse directamente a sí mismo? Si pudiéramos percibirnos a nosotros mismos, al instante dejaríamos de ser el verdadero sujeto de la percepción y pasaríamos a ser un objeto más de los muchos que podemos contemplar. Lo cierto es que, con los ojos cerrados, más allá de recuerdos o sensaciones, no poseemos forma alguna ni estamos en ninguna parte.

Todo este debate podría parecer gratuito, pero no lo es en absoluto. Nuestras particulares creencias en cuanto a lo que somos pueden tener consecuencias muy serias sobre nuestras vidas.

Para que lo entiendas mejor te pondré un sencillo ejemplo. Puedes probar a imaginar lo dramática que podría volverse una partida de Parchís si, no percibiendo nada más de nosotros mismos, creyéramos ser exclusivamente la ficha con la que jugamos. De hecho, cuando jugamos, en parte así lo creemos. Por eso el juego nos resulta divertido y emocionante en algunos momentos. Si no llega a resultar excesívamente dramático, es solo porque durante la partida no llegamos a olvidarnos por completo de quienes somos en realidad. Pero si eso no fuera así, la partida podría llegar a convertirse en algo terrorífico.

Algo parecido nos pasa en la vida cuando creemos ser lo que tenemos o lo que percibimos en el espejo (nuestra imagen pública), pero olvidamos el sujeto invisible (sin espacio ni tiempo) que percibe. Olvidamos la conciencia que abarca todo, que es fuente de todo y que todos somos en esencia; más allá de cualquier nombre, apariencia, propiedad, dedicación o lugar de procedencia.

La verdadera plenitud no deriva de identificarnos con posibles objetos u objetivos proyectados en algún punto imaginario del futuro. Por el contrario, nuestra verdadera identidad viene de conocerse como parte de la vida única e indivisible, informe e intemporal, de la que todo lo existente deriva su ser.

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